RED: Imagina

Friday, February 22, 2008

BRILLAR

Enviado por casunsolo@axtel.net


"Nuestro miedo más profundo no es el que seamos inadecuados; nuestro miedo mas profundo es a ser poderosos en gran medida

Es nuestra luz, y no nuestra oscuridad lo que más nos asusta.

Nos preguntamos a nosotros mismos, "¿Quién soy yo para ser brillante, extraordinario, talentoso y fabuloso?".

De hecho, ¿Quién eres tú para no ser todas estas cosas?

Eres un hijo de Díos. Jugar un a pequeño no sirve al mundo.

No hay nada iluminador en el hecho de achicarse para que otras personas no
se sientan inseguras a tu lado

Nacemos para manifestar la gloria de Dios que está dentro de nosotros
mismos.

Y, cuando dejamos que nuestra luz brille, inconscientemente les permitimos a los demás hacer lo mismo.

Cuando nos liberamos de nuestros propios miedos, nuestra presencia automáticamente libera a otros."

Nelson Mandela
Basado en NUESTRO MIEDO MÁS PROFUNDO
Marianne Williamson, Volver al Amor


Andrés, ya te andamos extrañando...

Para Andres Aubry
Andrés, ya te andamos extrañando... (desde París, carta de Tamérantong!)
Adolfo Gilly


Tamérantong! (literalmente: ¡Tu madre en chanclas!) es el nombre de una compañía teatral integrada por niños de seis a 12 años de barrios populares de París. Son niños de familias francesas, norafricanas, centroafricanas, mediorientales, todos de Francia, todos mezclados como son esos barrios de París y los nuevos suburbios. Empezaron a presentar sus obras en Belleville y ahora la compañía está también en Mantes-la-Jolie y en Saint-Denis.
En el año 1999 los Tamérantong! pusieron en escena en París una obra titulada Zorró el Zapató (con acento agudo, como lo pronuncian en francés), inspirada en la rebelión zapatista. La acción trascurre en una población llamada San Totó, o sea, por supuesto, San Cristóbal de Las Casas. En el año 2001, junto con la Marcha del Color de la Tierra, los 24 niños de Tamérantong! vinieron a la ciudad de México, representaron cuatro veces su obra en el Teatro de la Juventud a sala repleta y se encontraron con la comandancia zapatista en la ENAH. En abril de 2003 se fueron directo a Chiapas. Presentaron Zorró el Zapató en el Teatro de la Ciudad en San Cristóbal y después la montaron en Oventic, ante un público indígena enmascarado reunido para la fiesta del 10 de abril, con traducción simultánea al tzotzil.
En San Cristóbal de Las Casas encontraron a Andrés Aubry, quien les contó en francés las historias de los zapatistas y de los indígenas de Chiapas y los fantásticos relatos de la selva y sus sabios animales conversadores. Un año después Aubry los visitó en Mantes-la-Jolie, donde los niños lo ordenaron Caballero de la Orden de la Chancla.
Esta es la carta que la compañía Tamérantong! escribió cuando supo de la muerte de Andrés. La traducción ha querido preservar algunos de los modos del francés de los barrios populares que hablan estos pequeños actores parisinos:


París, 22 septiembre 2007.

La compañía Tamérantong! tuvo la gran tristeza de recibir la noticia de la muerte de su amigo André Aubry. Antropólogo francés, vivía en México desde hace más de 40 años. “Se nos fue”, como dicen allá.

André murió el jueves 20 de septiembre en un accidente de auto en la carretera de Tuxtla a San Cristóbal de Las Casas, en Chiapas. Estaba a punto de viajar hacia el norte de México, a 3 mil kilómetros de su hogar, para el gran encuentro de los pueblos indígenas de América. Tenía 80 años y todavía tenía mucho por hacer y muchos años por vivir.

Lo conocimos durante la gira de Zorró el Zapató en Chiapas. Nos guió en la ciudad y en la montaña hacia aquellas y aquellos que veníamos a encontrar. Nos contó la historia verdadera de la rebelión zapatista, el sentido profundo de la lucha indígena. Nos tradujo los signos del cielo y de la Historia que nosotros no sabíamos leer y que él podía ver en nuestro espectáculo.

Desde el principio los niños de la compañía lo adoptaron como su abuelo de elección.

–André, on te kiffe grave et pire! (André, te queremos un chingo ¡y peor!)

–Oye, André, aquí nos preguntamos: ¿no serás acaso un comandante zapatista?

–¡Mais no! ¡Cómo creen! No hay que confundir todo, niños, eh, me entienden ¿no?

Siempre decía “¿no?” al final de sus frases, el André.

Pequeños y grandes de la compañía lo escuchábamos sin decir palabra porque tenía el arte y el modo de dar a saborear sus cuentos, sus recuerdos, sus experiencias, con misterio, calor y esperanza.

Antes de que dejáramos Chiapas nos tenía preparada una gran sorpresa. Habíamos organizado una fiesta. Era el 13 de abril de 2003, nuestra última noche en San Cristóbal. Se puso de pie y se dirigió a los niños:

–La presencia de ustedes aquí... Zorró el Zapató ¿no? Entonces, todas esas preguntas que me hicieron el primer día sobre el bastón de mando... El que los indígenas entregan a Zorró en su espectáculo ¿no? Entonces, aquí traje uno para ustedes, para Tamérantong!

André tenía en sus manos un bastón de mando indígena: igual al que tenían los jefes indígenas que nos habían recibido bailando, en Oventik, antes de la representación de nuestra obra, allá en la montaña.

–Un bastón de mando indígena, ¿no?, es como un cetro. Este no es de caoba sino de cedro, no tiene pomo de oro sino de cobre, no está engastado con plata sino con hojalata … Ya cumplió su tiempo este bastón, y los indígenas se lo entregaron a Angélica, mi esposa, para que lo cuidara. Hoy ella ya no está, ¿no? Pero le hubiera gustado mucho dárselos. Entonces, ahí está, para ustedes ¿no?

André había elegido entregárselo simbólicamente a Anaïs. En el espectáculo, ella era la que explicaba a Zorró el “mandar obedeciendo”.

Anaïs apretó el bastón con toda la fuerza de sus 12 años y, “con fuego en las venas”, contestó, ahogada la voz, recitando su famoso parlamento-precepto zapatista:

André, nunca olvidaremos

Que el que manda debe obedecer al pueblo

Si es un hombre verdadero

Y el pueblo que obedece manda

Por el corazón de los hombres y las mujeres verdaderos.

Y como en el ritual zapatista, como en la obra, prosiguió:

–Ahora, André, ya no eres tú. ¡Eres nosotros!

Un año más tarde, en Mantes-la-Jolie, André estaba con nosotros. Ese día había traído decenas de cartas desde Oventik: nuestros amigos de la ESRAZ (Escuela Secundaria Rebelde Autónoma Zapatista) nos escribían. Las leímos juntos: “Un puró regaló”, le decían los niños, que no lo soltaban.

Los niños habían preparado para su “abuelo” unas improvisaciones en las que parodiaban los debates políticos franceses de la tele. El reía hasta las lágrimas.

Le leyeron y entregaron una carta de amor que habían escrito todos juntos, en Consejo de los Tongues. En ella le decían que no se encuentra dos veces en la vida a un hombre como él, que les traía la alegría ¡y peor!, que siempre hablaba con el corazón. Le daban las gracias por todo lo que había hecho por Tamérantong! en San Totó, y le agradecían también el haberles presentado a Amado, al que nunca olvidarían. Decían que se parecían mucho ellos dos porque luchaban sin jamás perder la sonrisa. La carta concluía: “¡Larga vida a André!”

Después los niños le pidieron:

–Cuéntanos por favor una historia, perdón, tus historias.

Entonces, André contó la vida de los Caracoles, allá en su Chiapas, y la última desgracia ocurrida en Zinacantán, donde unos indígenas perdieron la vida porque reclamaban agua…

Y luego contó la muerte reciente de su tan, tan querido Amado, Amado Avendaño, el gobernador en rebeldía; el homenaje popular en su funeral; la huella que había dejado en San Cristóbal y en las montañas…

Nos citó las palabras de Marcos para él: “Su muerte. Puede que sí, pero puede que no…”.

Tuvimos por fin que separarnos, después de millones de abrazos.

–Mucho valor para tu lucha por un mundo más justo, más libre y más hermoso. Nuestra lucha.

–Cuídate en Chiapas, y nunca dejes de mandarnos tus noticias…

–Prometido, oui, oui, sí, ¿no?

André había regresado a su Chiapas sin miedo y sin tacha, ignorando siempre las presiones del mal gobierno, con fe y convicción; transmitiendo a todos, con modo discreto, humilde y entero, su energía y su gran saber.

Buscaba, observaba, se comprometía, atestiguaba, corría, envejecía (un poquito, pese a todo), encontraba, se maravillaba, escribía, se impacientaba, compartía, sufría, amaba, iluminaba, se indignaba, confiaba, reía, rezaba, rezongaba, manejaba por las carreteras malas…

La Compañía Tamérantong! no lo volvió a ver desde Mantes-la-Jolie, pero André cumplió su palabra. Nos escribía regularmente la Otra Historia y, también, sus sueños.

Tan, tan querido caballero André, ya te andamos extrañando ¡y peor!
Pero una cosa sabemos: vivirás mil años más…¡y peor!

(Traducción: Tessa Brisac)

ANTE EL MURO

¿A cuántos has visto consumirse?
¿Cuántos golpes ya te han dado
en el costado y no revientas, muro?

¿Cuánta vida desgajada te alimenta
y pinta de colores tu muerte, superficie?
Si has de acabar hecha polvo y ruinas,
¿Para qué tanto empeño en destrozarnos?

Muro, maldito esclavo
cumple tu humana función de ser verdugo
y espera al hombre que hará de ti
tan sólo escombro.

Antonio Cerezo Contreras
28 julio 2002

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Tuesday, February 19, 2008

Las abuelas

John Berger
Traducción: Ramón Vera Herrera

Esta carta forma parte de un libro inédito que reúne las misivas de A’ida, una farmacéutica, a Xavier, encarcelado por defender sus ideas


Mi guapo:
Esta noche escuchas en tu celda mis palabras mientras escribo. Estoy sentada en la cama. Tengo el cuaderno en las rodillas.
Si cierro los ojos veo tus orejas, la izquierda sobresale un poco más que la derecha. Mi mejor amiga en la escuela alegaba que las orejas de los humanos son como diccionarios y que, si sabes cómo, puedes buscar palabras en ellas. Límpido, por ejemplo. Límpido.

No voy a mandarte esta carta, pero quiero decirte lo que hicimos el otro día. Tal vez no la leas hasta que ambos estemos muertos. No, los muertos no leen. Los muertos son lo que permanece de lo que alguna vez fue escrito. Mucho de lo escrito queda reducido a cenizas, pero los muertos están todos ahí, en las palabras que se quedan.

Sonó mi teléfono móvil y era la voz entrecortada de Yasmina –los pinzones chirrían así, veloces, cuando su árbol está en riesgo– para decirme que en el distrito de Abor un Apache sobrevolaba en círculos la vieja fábrica de tabaco, donde siete de nosotros se escondían, y que las vecinas –y también otras mujeres– se preparaban para formar un escudo humano en torno a la fábrica y sobre el techo, para evitar que los cañonearan. Le dije que ahí estaría.

Colgué el teléfono y me quedé quieta, y no obstante era como si corriera. El aire fresco me golpeaba la frente. Algo propio de mí –pero no mi cuerpo, tal vez mi nombre A’ida– corría, hacía virajes repentinos, se remontaba o hundía en los desniveles volviéndose imposible de avistar o que le apuntaran. Tal vez un pájaro liberado tiene esta sensación. Una especie de limpidez.

Para el momento en que llegué, ya se habían instalado en el techo plano veinte mujeres, y agitaban sus pañoletas blancas. La fábrica tiene tres pisos –como tu prisión. En la planta baja, hileras de mujeres, de espaldas a los muros, rodeaban todo el edificio. Aún no se avistaban tanques, jeeps o Hummers. Así que anduve desde el camino cruzando el erial para juntarme con ellas. Reconocí a algunas mujeres y a otras no. Nos tocábamos y nos mirábamos en silencio, entre nosotras, confirmando lo que compartíamos, lo que teníamos en común. Nuestra única salida era convertirnos en un solo cuerpo todo el tiempo que nos mantuviéramos plantadas ahí, negadas a movernos.

Oímos regresar el Apache. Volaba despacio y muy bajo para amedrentarnos y observarnos, y su rotor de cuatro hojas chantajeaba las corrientes para mantenerse en el aire. Escuchamos el familiar retumbo del Apache –el retumbo de ellos al decidir y el de nosotras al correr buscando refugio para escondernos– pero no esta vez. Podíamos ver los dos misiles Hellfire alojados en sus sobacos. Podíamos ver al piloto y a su artillero. Podíamos ver sus diminutas armas apuntándonos.

Frente a la derruida montaña, frente a la fábrica abandonada que fuera utilizada como hospital provisional durante la epidemia de disentería de hace cuatro años, algunas de nosotras estábamos prontas a morir. Cada una de nosotras, pienso, tenía miedo, pero no por ella misma.

Otras mujeres se apuraban a bajar el sendero zigzagueante desde las alturas del monte Abor. Está muy empinado por ahí, ¿te acuerdas? –y no podían ver el helicóptero. Se sujetaban unas de otras y reían con nerviosismo. Era extraño oír su risa junto al zumbar rugiente del Apache. Miré la línea entera de mis compañeras, en particular sus frentes, y quedé convencida de que algunas sentían algo parecido a lo que yo había sentido.

Sus frentes eran límpidas. Cuando las rezagadas que llegaban del monte Abor nos alcanzaron, se ajustaron la ropa y las abrazamos cálida y solemnemente.

Mientras más seamos, el blanco que formemos será mayor, y mientras más grande sea el blanco, más fuertes seremos. Una lógica extraña y límpida. Cada una de nosotras tenía miedo pero no por ella misma.

El Apache oscilaba sobre el techo de la fábrica, tres pisos arriba, estacionario en el cielo pero nunca quieto. Una a otra nos tomamos las manos y de cuando en cuando repetíamos los nombres de todas. Yo me tomaba de las manos con Koto y Miriam. Koto tenía diecinueve años y unos dientes muy blancos. Miriam era una viuda entrada en los cincuenta y a su marido lo habían asesinado hacía veinte años. Les cambié los nombres aunque no vaya a enviarte esta carta.

En ese momento escuchamos que por la calle se aproximaban los tanques. Cuatro de ellos. Koto me acariciaba una de las muñecas con sus dedos. Oímos la voz de los altoparlantes anunciar toque de queda y ordenarle a todos dispersarse y mantenerse en interiores. Del otro lado del erial la calle estaba atiborrada, y descubrí a algunos camarógrafos. Unos cuantos decigramos a nuestro favor.

Ahora los inmensos tanques arremetían rápido contra nosotras, y las torretas giraban para seleccionar el objetivo exacto.

El miedo que provocan los sonidos es el más difícil de controlar. El traqueteo de sus orugas al aplastar con forcejeos todo lo que atropellaban, el rugido de sus motores torciéndose al ejercer succión, los altoparlantes que nos ordenaban dispersarnos –los tres crecían y crecían, hasta que los tanques hicieron alto alineados frente a nosotros, a doce metros de distancia, con las bocas de sus cañones 105 mm. todavía más cerca. No nos apretujamos, nos mantuvimos separadas, sólo nuestras manos se tocaban. Un comandante que emergió de la escotilla del primer tanque nos informó, hablando mal nuestro idioma, que ahora seríamos forzadas a dispersarnos.

¿Sabes cuánto cuesta un Apache? Eso le pregunté a Koto, desde la comisura de los labios. Negó con la cabeza. Cincuenta millones de dólares, le dije entre dientes. Miriam me besó en la mejilla. Yo estaba alerta de que empujaran la puerta trasera de uno de los tanques y que emergieran los soldados, brincaran a tierra y nos arrasaran. No les habría tomado más de un minuto. Y no ocurrió. En vez de eso, los tanques se dieron vuelta y enfilados uno tras otro, dejando unos veinte metros entre ellos, comenzaron a envolver nuestro círculo.

No lo pensé entonces, mi guapo, pero ahora que te escribo en mitad de la noche, pienso en Herodoto. Herodoto de Halicarnaso, quien fue el primero que escribió relatos de tiranos que se hicieron sordos a todos los dioses por el estruendo de sus propias máquinas.

No habríamos podido resistir a los soldados si nos hubieran arrollado. Conforme nos rodeaban, los tanques se aproximaban deliberadamente –con lentitud apretaban la soga alrededor nuestro.¿Tú sabes cómo es que una gata mide su salto, la distancia que le espera, hasta aterrizar en sus cuatro patas juntas en los cuatro puntos donde ella lo calculó? Pues esto es lo que cada una de nosotras tuvo que hacer: medir, pero no la distancia de un brinco, sino su opuesto –el monto preciso de voluntad necesaria para tomar la aterradora decisión de mantenernos, de no hacer nada, pese al miedo. Nada.

Si subestimábamos la voluntad necesaria, tal vez rompiéramos la línea corriendo antes de darnos cuenta de lo que hacíamos. El miedo era constante pero fluctuaba. Si lo sobrestimábamos, habríamos estado exhaustas e inútiles antes de que todo terminara y las otras hubieran tenido que apalancarnos. Nuestras manos enlazadas ayudaban, pues nos hacían calcular la energía que cruzaba de mano en mano.

Cuando los tanques circundaron la fábrica la primera vez, no estaban a más de un brazo de distancia de nosotras. Por entre las ventilas cubiertas de malla podíamos ver sus cascos, sus ojos, sus manos enguantadas.

Lo más aterrador de todo era su blindaje, ¡visto tan de cerca! Cuando pasaba cada tanque era esta superficie, la más impermeable creada por el hombre, lo que no podíamos evitar ver incluso cuando cantábamos (y para entonces habíamos comenzado a cantar): sus remaches ciegos, su textura como de piel de animal pues nunca brilla, su dureza de granito y su color de caca, el color no de un mineral sino de la putrefacción. Era contra esta superficie que suponíamos nos iban a aplastar. Y frente a esta superficie debíamos decidir, segundo tras segundo, no movernos, no retirarnos.

Mi hermano, dijo Koto, mi hermano dice que cualquier tanque puede destruirse si uno encuentra el sitio preciso en el momento preciso.¿Cómo logramos –las trescientos de nosotras– mantenernos firmes como lo hicimos? Las bandas de oruga estaban ahora a unos cuantos centímetros de nuestras sandalias. No nos movimos. Seguimos tomadas de las manos y cantando entre nosotras con nuestras voces de viejas. Porque fue esto lo que ocurrió y es por eso que pudimos hacer lo que hicimos. No habíamos envejecido, simplemente éramos ancianas, teníamos como mil años de edad.

El prolongado tableteo de una ametralladora en la calle. Posicionadas como estábamos, propiamente no pudimos ver lo que ocurría, así que hicimos señas a nuestras viejas hermanas en el techo, que podían ver mejor que nosotras. El Apache se mecía amenazador sobre ellas. Nos devolvieron las señas y entendimos que una patrulla había disparado a unas figuras que corrían. Muy pronto escuchamos el ulular de una sirena.

La succión del siguiente tanque que nos confinaba, también nos encrespaba e hinchaba la falda. No hagan nada. Ni nos meneamos. Estábamos aterradas. Y en nuestras agudas y estridentes voces de abuelas, cantamos –¡aquí nos vamos a quedar! No teníamos arma alguna excepto nuestro útero maltrecho.Así estuvo.E

ntonces un tanque –no creímos de inmediato lo que veían nuestros ojos apagados– dejó de formar el círculo y se enfiló a cruzar el erial, seguido por el siguiente y el siguiente y el siguiente. Las ancianas del techo vitorearon, y nosotras, todavía con las manos cogidas, pero ahora silenciosas, comenzamos a dar pasos laterales hacia la izquierda de tal modo que lenta, muy lentamente, como correspondía a nuestros años, dimos vuelta a la fábrica.

Más o menos una hora después, los siete nuestros estuvieron listos para escabullirse. Nosotras, sus abuelas, nos dispersamos, recordando cómo había sido ser jóvenes y luego hacernos jóvenes.Hay tanta diferencia entre la esperanza y la expectativa de algo.

Al principio pensaba que era una cuestión de duración, y que la esperanza era el aguardar algo mucho más allá. Pero no. Me equivocaba. La expectativa pertenece al cuerpo, mientras la esperanza pertenece al alma. Ésa es la diferencia. Las dos conversan y se excitan o consuelan una a otra, pero el sueño de una y de otra son diferentes. He aprendido algo más. La expectativa de un cuerpo puede durar tanto como cualquier esperanza.

Como mi cuerpo, que espera el tuyo. Mientras tenga vida, soy tuya, mi guapo.

A’ida

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PARA LOS GUARDIANES DE LOS SUEÑOS

Compañeros, todos, todas:

Me es grato saludarles y me apena lo difícil que esto representa para ustedes. Su actitud valiente y solidaria nos enseña su verdadera convicción ante la desgracia de represiòn y muerte que siembran quienes defienden intereses mezquinos, que a costa del sufrimiento del pueblo, con el descaro mas perverso, cobarde y ruin, tratan de silenciar a quienes han dicho “basta!” y no están dispuestos a la resignación aún a pesar de que el costo sea la misma vida.

A ustedes compañeras y compañeros que con sus actos de valor y entrega total nos descifran el heroísmo que encierra la consigna que surge de sus corazones, invadiendo los espacios mas recónditos de nuestro ser, permaneciendo como un sol, destellando esperanza y dignidad que retumban como un trueno “¡no están solos!, ¿están solos? ¡no!, ¡solos no están!”.

No solo los escuchamos: están junto a nosotros. Los sentimos en el viento que nos lleva su voz de aliento y en la luz que alumbra nuestras noches; en los días que pasan lentamente, que endurecen nuestro espíritu y estremecen el corazón que a fuerza de golpes se ha forjado y brilla aún más que como un metal. Lo comprueba el fuego. Se inflama de alegría y gratitud.

A ustedes quienes nos convidan de su fe que nace en el sacrificio y la adversidad. A ustedes que con sus desvelos escriben en el infinito los sueños más hermosos. Sueños que nuestros abuelos han forjado en la fragua de mil batallas de siglos rojos y de silencio y que mañana despertarán en la alegría de nuestros nietos.

Que beberán del néctar y la miel que ayer y hoy guardamos para los que vienen y abrirán un mañana lleno de luz y armonías para todos. Pues las espinas preceden a la flor que iluminará sus miradas extasiadas de paz y esperanza.

¡Los males de un pueblo no pueden curarse con palabras, ni con buenas intenciones, nos reclaman sacrificios! ¡Deje de creer que a los golpes se deba responder con una bendición!

Creo que responder es inevitable, la humillación y el dolor nos lo enseñaron dejando tras de sí su cortejo de atrocidades e infamias.

Los barrotes de mi prisión no nos han separado de mi pueblo. Su corazón late al unísono, junto al mío!.

A ustedes nuestra gratitud y admiración!
Por permitirnos mirar en sus ojos la mirada de otros.
Por alentar la fe en nuestros corazones.
Por dibujar en el cielo, con luz de estrellas, rojos corazones.
¡De aquellos muy rebeldes, de aquellos que hacen revoluciones!.
¡¿Qué mas miedo pueden infundir a nuestras almas?!
¡¿Qué mas dolor a nuestras carnes quieren dar si ya no quedan espacios por lastimar?!
Heridas en las heridas, grilletes, encierros, persecución y muerte…
¡Aguantamos, resistimos, y jamás nos resignamos!.

Aquí nos damos cuenta que vivimos un periodo de la historia de nuestro país en el que el destino personal no cuenta, por que el destino de todo un Pueblo está en juego!.
¡La libertad no es privilegio de quienes aprisionan nuestras carnes!
¡Es el milagro de quienes anidan y paren en sus corazones amor por los demás!
¡Esgrimiendo en su voz, en sus puños, las banderas de ayer y de hoy, de luz y sueños!
¡Mirada y resistir resueltos al reto infame de la bestia negra!
¡El puño al vuelo y el corazón valiente!
Que un nuevo amanecer nos llama mas allá del ayer, más allá del hoy, más allá de la misma muerte!
¡A ustedes hermanos y hermanas gracias! :
Por enseñarnos a cultivar la fe en esas noches frías
Y sus cantos, como los gallos, hacen salir al sol!
¡Antes de correr la vergüenza de no pelear!
¡Sólo el pueblo salva al pueblo!
¡El pueblo vive la resistencia sigue!
¡Quien los quiere por siempre,
y no se rendirá jamás,
su hermano!

Nacho.

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